A. Fuente
Cuando conocí a Carmen era la subdirectora del Museo del Ferrocarril de Madrid y yo, una trabajadora más que iniciaba su andadura profesional en dicha institución. Carmen fue una de las personas que participó en mi entrevista de trabajo y desde el primer momento me dio buen “feeling”. Se mostró clara, concisa, abierta y sincera en sus opiniones. Ideas que se fueron reforzando con el paso del tiempo al estrecharse mi relación con ella.
Yo no sabía ni intuía que Carmen tenía el Síndrome de Asperger. Es más, poco podía saber si lo era o no porque, si he de confesarlo, nunca había oído hablar de ello, el mundo del espectro autista me era completamente ajeno en todas sus dimensiones. Salvo aquellos estereotipos extendidos a través de la cinematografía, principalmente, y que se empeñan en mostrar una realidad de forma simplificada cuando es bien distinta, el autismo es todo un abanico donde tienen cabida diferentes pluralidades, ningún autista es igual a otro.
En el terreno laboral Carmen era una gran profesional. Hablo en pasado porque sobre todo quiero destacar los años en los que fui su subordinada en la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, pero doy fe que continúa desempeñando cada una de sus labores profesionales con el mismo ímpetu que aquellos años. Algunas de sus cualidades como subdirectora eran su gran inteligencia; motivadora; eficaz; gran gestora de equipos y recursos; fiel, comprometida y leal; multidisciplinar y toda una todoterreno que no se le escapaba nada al azar; exigente, pero primero consigo misma: la primera en llegar a su puesto de trabajo y la última en abandonarlo. Carmen era como una segunda madre que regaña cuando las cosas no se hacen correctamente pero una exigencia hecha con cariño y con un afán constructivo que te reconforta con un abrazo y palabras de aprecio.
Pronto, aquella jefa se convirtió en un ejemplo a seguir y a admirar, llegó a ser mi referente. De pronto hablaba a todos mis amigos y mi familia de ella, de lo bien que trabajaba, de lo bien que hablaba, quería ser “de mayor” como ella. No sabía qué era, pero me daba cuenta que Carmen era especial. Como dice la canción de Love of Lesbian, era un “ser único”; no podía existir una profesional tan perfecta y como suele ocurrir en esta sociedad tan cruel e injusta, la perfección conlleva irremediablemente de la mano a la envidia. Envidia de gente inepta, vulgar, incompetente, ineficaz e incapaz, que como están muy lejos de alcanzar la excelencia, la destruyen. Eso es lo que ocurrió a Carmen, la destruyeron porque era superior moral y profesionalmente y, eso, en determinadas “casas” no está permitido. Esta envidia y posterior destrucción ha perseguido a Carmen y ha sido su fiel compañera durante los últimos años de su vida.
Esta admiración se convirtió en una relación de cordialidad y amistad más allá del terreno laboral. Sé que mi cercanía con ella “levantaba ampollas” en ciertas personas y, efectivamente, con el tiempo este simple malestar conllevó a graves represalias laborales. Pero yo sabía que no hacía nada malo. Al contrario, no podía alejarme de una persona que había apostado y creído en mí cuando nadie lo había hecho. Yo no podía hacer nada para solucionar todo el maremagum de problemas que se estaban avecinando, salvo estar con ella y compartir esos duros momentos en su compañía, escucharla e intentar paliar un poco su profundo dolor, en definitiva, permanecer a su lado. Era lo mínimo que podía hacer, ella me había dado la oportunidad más importante de mi vida y si, hoy en día soy algo es parte gracias a ella.