Una de las preguntas nunca resuelta en la historia de la religión cristiana es el sexo de los ángeles. ¿Son hombres o son mujeres? Se cuenta que esta cuestión se estaba debatiendo en el Concilio de Constantinopla en el año 1453. Con los turcos a las puertas de la ciudad, que finalmente conquistaron, y siempre según la leyenda, los miembros del Concilio no consideraron pertinente interrumpir su tan ‘necesaria’ discusión. De este mito, que yo percibo como una exageración histórica, nació la expresión ‘discusión bizantina’ atribuyéndola a una discusión interminable y sin valor.
La iconografía y el arte en general nos los presentan sin un sexo definido. Hoy, leyendo sobre arte italiano he encontrado un curioso hallazgo que quiero compartir. Se trata de las obras del pintor manierista del S.XVI, Beccafumi. Resulta que, en 1524, desde la iglesia de Siena, se le encargó una obra que representara la caída de los ángeles rebeldes al infierno. El artista realiza la obra, en la cual encontramos varias singularidades, a saber: los ángeles buenos son femeninos, los ángeles caídos son hombres, y San Miguel tiene rostro femenino y cuerpo masculino. Los protagonistas, excepto el arcángel Miguel están desnudos, por lo que se pueden apreciar sus atributos sexuales. Resolvió con ello el pintor la incógnita sobre el sexo de los ángeles y esto no gustó a los miembros de la Iglesia, por lo que el cuadro fue rechazado y, a día de hoy, se puede contemplar en la Pinacoteca de Siena.
Cuatro años después, en 1528, el artista volvió a abordar el trabajo, cuyo resultado está colgado en la Iglesia de San Niccolo al Carmine. En esta, los ángeles buenos tienen rostros si cabe más femeninos, y los ángeles rebeldes siguen siendo claramente masculinos. San Miguel ha adoptado un cuerpo claramente femenino, con pechos y vientre claramente de mujer. Todos vestidos, eso sí, por lo que el sexo de los ángeles queda púdicamente oculto, y por tanto se mantiene, como ellos querían, la duda. No se dio cuenta la curia de que a la vez que Beccafumi representaba la batalla celestial, el artista -queriendo o sin querer- pintó la eterna dualidad de los sexos; y la resolvió: las chicas, buenas; los chicos, malos y un arcángel para separarlos. La eterna historia: las mujeres han de ser dulces, sumisas al orden establecido, cálidas y etéreas, seres angelicales, en definitiva. Los hombres pueden, sin embargo, pertenecer a la tierra e incluso al inframundo: pueden ser malos. Aunque eso sí, sin juntarse ni mezclarse unos con otros.
Se dejó Beccafumi a la legión de personas que pertenecen a géneros no duales, como un buen número de personas en el espectro del autismo. Recuerdo las discusiones de mi adolescencia, en la que, allá por los setenta del pasado siglo XX, con frecuencia escandalizaba a mis padres repitiendo incansable que el amor es entre personas y no entre sexos. Pataleta tras pataleta, me decanté por enamorarme de chicos sin sentirme totalmente chica; aunque también tuve algún tipo de atracción por chicas sin sentirme totalmente chico. Por un lado, soy consciente de mi cuerpo femenino y he respondido, tal como consecuencia de mis regañinas de juventud, como mujer a lo largo de mi vida. Por otro, mi cerebro es asexual, confuso. Lo noto porque cuando contemplo posturas radicales hiper feminizadas o hiper masculinizadas, me noto extraña, sin identificarme con ningún perfil definido. No. No tengo cerebro femenino. Tampoco tengo cerebro masculino. Tengo cerebro autista. Le he dado, por ello, mil vueltas al asunto de cómo se construye la identidad sexual y me pregunto cuál sería el peso del aprendizaje durante la infancia y cuál la impregnación social en la identidad de género. Lo digo porque se me plantea la hipótesis de si en cerebros como el autista, con poca o ninguna capacidad para reconocer e imitar de forma inconsciente aprehendiendo de su entorno los roles que lo pueblan, tal vez la identidad sexual se manifiesta libre de influencias. Digo esto porque un número mayoritario de personas en el espectro del autismo presentan confusión en su identidad de género, disforia de género, o se definen como LGTB o asexuales, o todo a la vez, o transitando de uno a otro género a lo largo de su vida. Buena parte de los conflictos de la adolescencia, esos que generan ansiedad, depresión, autolesiones o conductas disruptivas encuentran sus raíces en la angustia de no ser lo que se espera de uno, de fingir para no ser señalado o estigmatizado, de no poder hablar de esa desazón, bien por no poder gestionar sus recursos comunicativos, o por no encontrar una receptividad adecuada entre familiares o en el círculo social. Afortunadamente, algo se mueve en la comunidad autista. De la mano de jóvenes que hablan en primera persona y que defienden apasionadamente las múltiples identidades del autismo, sabemos que no somos los ángeles buenos de Beccafumi, ni tampoco los malos. Somos a veces hombres, a veces mujeres, a veces todo lo contrario. Sin categorías, sin etiquetas, simplemente humanos y humanas, como el San Miguel del pintor; a veces más femeninos que masculinos, y a veces las dos cosas a la vez. Creo que de hoy en adelante, cuando alguien me diga: ‘no pareces una chica’, sonreiré por dentro y le diré ‘pregúntale al arcángel Miguel’.
¡¡¡Y a lo mejor mi interlocutor me deja por imposible!!!
Dedicado a mi compañera y amiga Montse Navarro, alias AsperRevolution, que ha inventado algunos términos interesantes, como el de femiautista, para definirnos a las chicas y mujeres en el espectro del autismo, con mi cariño.